lunes, 9 de marzo de 2015

UN SUEÑO ¿...?


Había firmado mi último escrito relacionado con mi profesión de abogado. Nadie, nadie sabía que durante esa tarde iba a dar por finalizado mi corta o dilatada carrera.

Los abogados, al igual que los toreros, no llegamos a cortamos jamás la coleta, pero yo era la excepción. Mi esposa, la que tanto me había aguantado, a la que tan sólo llegue a empatar, merecía unas vacaciones, un disfrute de lo que años atrás no pudimos tener, y por eso no lo sabía; sería una sorpresa cuando se lo dijera. Esa tarde pasaría, como otras tantas durante más de veinticinco años, a recogerme para dar una vuelta antes de ir a casa, la diferencia era que durante mis primeros años, yo estaba de pasante, después me independicé y hoy tenía un edificio que sí no llevaba mi nombre poco le faltaba, ya que mi bufete albergaba a una sociedad de economistas, ingenieros, arquitectos, médicos, editores y, como no, abogados en un número que triplicaba al resto de los miembros.

Ahora, a pocos minutos de salir por última vez de mi despacho, hice reflexión de todos estos años, y lo único que saqué en claro es que me divertí trabajando en lo que yo quería, aunque hubiera momentos críticos, muy críticos, que me hicieron pensar en cerrar al principio de todo este emporio, cuando el único miembro de la firma era yo mismo.

Una lágrima asomó por el ojo derecho, al que fui sometido en una ocasión a un bombardeo de rayo láser, miré a mi alrededor, observé mis títulos de bachiller elemental, del superior, el de mi carrera y el de la Escuela de Práctica Jurídica, el resto, hasta casi un centenar que se encontraban repartidos en la planta que ocupaba.

Recordé el primer coche de mi infancia -un Gordini u Ondine-, el conocido por el de las "viudas", del seiscientos de mi esposa y del "Popoyo", de los días de colegio cuando iba de pantalón corto incluso en invierno, de los trajes de domingo, de los emocionantes preparativos de los viajes, de mis padres que habían luchado porque saliera hacia adelante, de mi hermano que lo perdí demasiado pronto al tener que prescindir de su compañía por motivos laborales aunque cuando estoy con él disfruto nuestras largas separaciones y de otras tantas cosas que bullían en mi cerebro; y por fin, con un "muchas gracias", cerraba la puerta de acceso de mi despacho.

Cristina, mi secretaria, que llevaba conmigo casi veinticinco años, se quedó perpleja por la expresión al vacío de la habitación, le sonreí pícaramente como si se diera cuenta que era la última vez que nos volveríamos a ver en esas dependencias.

Como mi despacho se encontraba en la última planta, procedí a bajar las escaleras de los seis pisos que me separaban del portal, viendo como, a esas horas de un viernes por la tarde, la gente estaba terminando de trabajar para dedicar el resto de la tarde y la noche a juerguearse. Con reverencia me iban saludando los distintos miembros de mi firma, vi a un pasante que tímidamente se atrevió a saludarme, me acerqué a él y le pregunté su nombre, respondiéndome que se llamaba Pelayo, que había terminado la carrera de Derecho y que agradecía le hubiera fichado, ya que él nunca pudo imaginarse que, con su vulgar curriculum, pudiera acceder aun despacho; le animé en lo que pude y con la cabeza, ahora sí alta, se despidió todo orgulloso con un ¡hasta luego!. Ellos eran el futuro, no sólo de la firma, sino también de la profesión.

Por fin, llegué a la entrada al edificio; José, el portero, al verme se levantó de su silla y me indicó que mi esposa no había llegado todavía, le pregunté por su familia y me dijo que todos estaban bien, me volvió a agradecer, por enésima vez, la ayuda que en otro tiempo le había brindado cuando le asistí en el Turno de Oficio por un supuesto delito de robo (del que fue condenado a tres años de cárcel, y del que conseguí un indulto del Gobierno, al comprometerme a ayudarle, dándole trabajo tanto a él como a su mujer y estudios a sus hijos, de los que dos de ellos, ya que tenía cinco, se encontraban trabajando en mi firma). Era un hombre sencillo, pero que daría su vida por cualquiera de los míos. Al rato de la conversación apareció mi esposa, en el hall del edificio y, tras saludar cordialmente a José, cogidos de la mano, nos fuimos con un ¡hasta el lunes!. Un instante antes de salir, detuve mi andar e inhale el aire del edificio, mi última bocanada de los 100.000 metros cuadrados, que contaba con un salón de actos con capacidad para 350 personas, tres salas de juntas de distinta capacidad, despachos, una biblioteca con más de 25.000 volúmenes, cuarenta servicios, tanto de hombres como de mujeres, un pequeño gimnasio son saunas y baños turcos para los momentos de tensión, y, en definitiva, trescientos personas en el edificio.

Salimos y nos dirigimos a tomarnos un pincho de tortilla -eran los mismos que hacía treinta años, aunque más viejos, no los pinchos sino sus dueños- luego, pasamos a tomar unas gambas con gabardina y ya con la tranquilidad de la edad, nos encaminamos a nuestro domicilio. Eugenia nos tenía preparada la cena: un consomé, un pescadito y fruta, ¡con lo que me gustaba a mí la comida!, pero el médico me indicó, hacía ya quince años, que si quería vivir debía cuidar mi dieta alimenticia, debido a una úlcera por el stress dichoso. Vimos la televisión un rato, ya que tenía que acostarme pronto porque al día siguiente, si bien ya no jugaba al fútbol con el colegio debía, como hice durante muchas temporadas, acompañar y animar a sus integrantes, mis compañeros. Me acosté y cuando estaba esperando a mi esposa para contarle mi decisión de dedicarle el resto de mi vida a ella al cien por cien, noté que me faltaba el aire, que no podía respirar ni moverme, el dolor en el brazo se había desplazado hacia mi corazón y, de repente, me vi tumbado en la cama y que mi esposa me llamaba intensamente sin que obtuviera respuesta; los gritos eran cada vez mayores, pero yo me sentía bien, muy bien, con una paz que no había encontrado en toda mi vida.

Todo se había terminado y así lo entendí, cuando, sobresaltado y sudoroso me desperté a las cuatro de la mañana en una solitaria cama de mi residencia de soltero y comprendí que aún estaba sólo en mi despacho, que la firma existía, pero con único trabajador, que era yo y que apenas tenía treinta años y todo un futuro por delante.


Auseva

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