HISTORIAS
DE UN CAFÉ CONTADAS POR SUS PAREDES
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Mi
primer beso, mi primer beso me lo dio Mariano, recuerdo que se hallaba cerca mi
hermano que al presenciarlo y sin mediar palabra me dio un bofetón.
Esto
lo decía Maruja, una mujer elegante, que superaba los sesenta años, a Felipe un
hombre coqueto de buena planta y de exquisito corte de pelo, un amor en el
postrero otoño de su vida y que no hacía mucho, sin duda, se habían conocido.
Se
lo dijo sin tapujos, sin esa sensación que puede generar decirlo o confesarlo
cuando uno es más joven. Atrás habían quedado los remilgos de una educación
machista donde la mujer debía reunir solo virtudes y no tachas, taras o
defectos.
Ella
se sentía muy atraída por Felipe. Hacía un tiempo que fue operada de cáncer y así
se lo volvía a confesar como poniéndolo en antecedentes del poco o mucho tiempo
que aun tenían por vivir, pero que representaba una cuesta arriba para coronar
la cumbre de una felicidad postrera. Se lo decía a la cara, mirándole a los
ojos en un altillo de un vetusto café, lejos de los atisbos lascivos de
envidia, de burla que podían llegar a generar entre sus iguales, pues ambos se
encontraban con sus manos entrelazadas.
Por
su parte, Felipe quería hablar de su vida, pero era Maruja la que quería que conociera
primero de ella, de su pasado, de sus experiencias , .....
Tal
se parecía como si ya hicieran lustros, décadas que se conocieran. Una amistad
reencontrada, una puesta al día de años de existencia separados.
Oía
besos, besos de amor mezclados con algo de pasión, besos cortos como furtivos,
besos que no quieres que paren, tan solo para degustarlos y sentir ese
hormigueo tan característicos cuando dos personas han nacido para estar juntas
toda la vida. Entre las comas, puntos y comas, y puntos seguidos, de los besos,
podía intuir que había miradas, ayes del tiempo perdido que se decían todo.
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Ernesto,
hombre entrado en canas, educado hasta extremos insospechados, con voz potente
y pertrechado con una rancia cartera de cuero hacia su entrada en el salón donde
le esperaban, ya desde hacia un largo rato, dos de sus pupilas, que querían
exprimir sus conocimientos y sabiduría.
Siempre
y tras los saludos de rigor, inculcados sin duda alguna desde su infancia, como
norma de etiqueta, educación y cortesía, se quejaba una vez más de lo
madrugadoras que eran sus alumnas. Sin duda alguna, se excusaba pues apuraba
cada día más el tiempo.
Sus
discípulas, señoras de renta sin duda alguna, no forjadas por sus propios
trabajos independientes, se despachaban preguntándole a Ernesto las dudas
surgidas en su anterior encuentro. Ernesto por su parte, intentaba poner calma
y orden, pero en muchas ocasiones se veía desbordado abrumado y terminaba
recurriendo a un golpe seco en el mármol frío de la longeva mesa del Café.
Yo
reconozco, sin duda alguna por ignorancia y también, por que no decirlo, mi
falta de motivación para los juegos de mesa, la clase resultaba difícil y eso
que Ernesto mostraba empeño en que sus alumnas aprendieran a jugar al Bridge.
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El
mismo día que ocurrían estas historias, Pello, lector habitual de la prensa
local, nacional y deportiva, ocupó una mesa exterior al recinto acristalado,
que según me enteré se debía a la incomoda presencia de la pareja, y a la voz alta y profunda de Ernesto.
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Y fueron entrando más personajes, como si de un escenario se tratase, Pepe y
Curro para repasar el examen de física,
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Un
cuerpo de peso P, cae desde una altura H, calcular la velocidad de caída
teniendo en cuenta la fuerza de gravedad, debiendo hallarse las incognitas,
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Infumable,
ellos lo entenderían, porque lo que soy yo .........
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El
altillo del vetusto café era un mundo distinto, un infra mundo aunque estuviera
en una estancia más alta, acristalado, por mor de la primera ley del tabaco, lo
que sugería a los de abajo que los de arriba eran peces, pues de autentica
pecera se trataba. Las paredes retumbaban según las horas y sus moradores,
podía parecer una biblioteca como un mercado o un plató de cine.
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No
hará muchos días, un grupo de jóvenes entraron como Atila o como un elefante en una cacharrería, rompiendo la paz que
se respiraba, llamando la atención de las integrantes de una mesa de tute, la de un
joven que se comunicaba por video conferencia con amiga que vivía en París.
Sin
mas recursos que los que llevaban en cima y tras solicitar la vitualla, cafés y
bizcochos, empezaron a rodar. El único sonido estridente lo generaba la claqueta de la escena y toma. No me pude enterar si se trataba de un corto, un largo o
el ejercicio practico de una clase de imagen.
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El
altillo, tiene su vida propia e independiente del resto del local, sus mesas de
mármol blanco apoyadas en pies forjados de hierro, sillas curvas de café,
asientos de listones de madera con cuadrantes de escay y dos pilares de hierro
que asoman, y la luz de sus tres ventanales junto con la cristalera por donde
emerge la luz de sus hermanos de la planta calle, dan suficiente luminosidad al
entorno
Además
no pasa desadvertido las voces de la barra del bar, del característico ruido,
sinfonía de cualquier establecimiento, como es el golpe de la cucharilla contra
el plato del café, circunstancia que acogen algunos para hacerse confidencias o
tramas de negocios y políticos por que no pensarlo.
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Ahora,
estoy presente y asisto a una clase de español que imparte una señora que
otrora fuera, sin duda alguna, profesora en algún centro educativo, la aprendiza por
el acento parece angloparlante, las correcciones son brillantes, la fluidez es
buena, no se le nota traducción, esto me recuerda a la película My Fair Lady "cuando
llueve en Sevilla es una pura maravilla o la lluvia en Sevilla es una pura
maravilla". Un poco más al fondo, se oyen los rezos de alguna
conversación, de la que resulta difícil hilar, debido al ruido de fondo
proveniente de abajo junto con el crujir del suelo de madera de los clientes
que suben a los servicios.
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