Como no todo va a ser comer y comer, he desempolvado un relato que escribí hace ya unos cuantos años, y que quiero compartir con el respetable, por ahora inexistente, y que a una muy buena persona le gusta (RVA) y eso que dice que lo ha leído un montón de veces siempre le encanta.
Cuando he tenido que firmar con seudónimo, he elegido aldeas muy cercanas a mi, a mi propia historia, y Vega es mi cuna, de allí vengo y allí me gustaría irme.
A ELLA
Faltaban
pocos minutos para las seis de la mañana de un día de primavera. Los primeros
rayos del sol se colaban por entre las rendijas de la persiana. Toda mí familia
dormía plácidamente, pero yo no sé por qué razón, este día festivo, me había
despertado como si hubiera estado durmiendo durante años.
Me
levanté y me dirigí al silloncito que había en la habitación, desde allí
sentado oteaba todo el entorno, paseé la vista por todos los rincones hasta que
me paré ante ella.
Hacía
ya más de cincuenta años que me la habían presentado, para mis ojos, ella no
había cambiado absolutamente nada, seguía manteniendo esa lineal boca y sus dos
grandes ojos.
"... Fué una tarde de frío invierno cuando mí padre la
presentó a la familia que en esos momentos estábamos merendando ante una taza
de chocolate y poco antes de que empezara yo a estudiar, como cada día, mí
examen de Estado. Ante mis púberes ojos, intuí que estaría con ella durante el
resto de mí vida.
Con sutil delicadeza nos hizo los honores como una auténtica
joya, con sus suaves curvas, además de las características que ya he mencionado
al evocar estos recuerdos; esa tarde no pude tocar un libro, pero valió la
pena.
Todos los días pasaba con ella cortos espacios de tiempo,
compartiendo sus pensamientos, sus opiniones, sus historias, me trasmitía las
noticias, que a mí, a lo largo del día me era imposible atender, sumiéndome en
un profundo y relajador silencio.
Uno de mis días más aciagos, fué cuando me tuve que desplazar
a estudiar fuera de mí casa, ella se quedaría allí, sin que pudiera disfrutar
con su compañía los pocos vespertinos momentos cuando a solas nos quedábamos;
pero tenía el consuelo de que mientras pudiese acudir a mí casa los pasaría en
su compañía.
Durante esos cortos pero intensos años de carrera, conocí a
otras, pero no eran las mismas. Ahora puedo decir con todo mí orgullo que le
fui fiel durante esa época de mí vida.
Cuando obtuve mí licenciatura universitaria, mí primer
recuerdo fue para ella e incluso le mandé un mensaje que sé que oyó,
convirtiendo su lineal boca en una intensa sonrisa y de sus grandes ojos
manaron densas lágrimas.
Mis padres, orgullosos de mí, me propusieron un recuerdo por
mí reciente titulación; yo no dudé un instante y con ella presente en la
habitación, la señalé con mí dedo índice. Un largo silencio se apoderó de la
estancia, mis padres se miraban el uno al otro sin poder articular palabra;
tuve que ser yo el que rompiese tan violenta situación, balbuceando que aún
debería pasar algún tiempo antes de tener que abandonar de nuevo y
definitivamente mí casa y que mientras tanto disfrutaríamos de su compañía.
Ella me presentó a grandes personajes de la vida pública del
país, así como de allende nuestras fronteras naturales. Me contaba los
chismorreos que en la ciudad se decían, me acompañó en conciertos por los que
sin duda, si no llega a ser por ella, seguro que hoy no sentiría el menor
aprecio. Y algo que me fascinaba era la facilidad con que ella cambiaba de voz,
como yo de posición, embelesado por tan mágica experiencia.
Pero al llegar los años sesenta, mí hogar experimentó un
cambio importante, hasta tal punto que ya nadie le prestaba la más mínima
atención, tan sólo yo a diario y después del trabajo me acercaba a su cálida
compañía.
Llevaba trabajando unos años y mí presencia en el hogar
familiar se prolongaba en exceso, por lo que decidí independizarme y vivir mí
vida, pero ahora volvía a tener el escollo de cómo plantear de nuevo mis
pretensiones; así que de nuevo reuní como pude a mis padres y tras exponer mis
propósitos, les recordé la promesa que me hicieran otrora, y cual fue mí
sorpresa que no se opusieron a que se fuera conmigo a vivir, a prescindir de su
compañía. Mí padre, tomó por último la palabra y me dijo con su profunda voz
que no es que hubieran perdido el interés por ella, pero el tiempo pasa y todo
evoluciona, y que ella representaba otros hitos, otra forma de vivir que no
eran los de ahora, que sabían que tarde o temprano me iría de su entorno y que
fieles a su promesa eran conscientes, así mismo, que ella me tendría que
acompañar por el amor que siempre le tuve deseándonos por último la mayor
felicidad.
Los amigos que ya habían tomado la decisión de vivir solos,
me comentaban tristes que era muy duro afrontar la soledad al llegar a la vivienda,
que debía empezar a conocer alguna mujer para que me casara y formara una
familia. Pero lo que no sabían es que yo no me iba solo.
Cuando volvía al domicilio después de una dura jornada de
trabajo lo primero que hacía era saludarla, y a partir de ese momento sólo se
oía su voz que me acompañaba hasta quedarme dormido entre los brazos de Orfeo y
a la mañana siguiente con su aterciopelada voz me susurraba al oído para
despertarme. Así día tras día, era tal el amor que sentía por ella que ya la
consideraba como la hermana que nunca tuve. Mis padres, que de ciento a viento
aparecían por mí casa, la oían a lo lejos incansablemente, no objetaban nada
pero no lo comprendían.
Pasó el tiempo y una tarde en un guateque que organizaba un
compañero de trabajo, conocí a Leonor, mí corazón se aceleró, como aquella
tarde en que mí padre entró con ella. Hablamos largo y tendido, la música y la
algarabía de la fiesta no fue óbice para ello. Cuando volvía a casa parecía que
en vez de andar, volase. Apenas le hice caso esa tarde y las siguientes. No oía
su voz, no pasaba por mí casa nada más que para dormir, el resto del tiempo se
lo dedicaba al trabajo y a Leonor. Ahora, unos años después he comprendido que
fue la misma reacción que mis padres tuvieron en los años sesenta.
Cuando ya no pude más, dado que en mí estado era el ser más
feliz del mundo, llamé a mis padres y les pedí que vinieran a mí casa. Cuando
entraron y tomaron asiento en el salón, la primera pregunta fue para ella,
preocupados porque no se la oía. Yo, ni escuché la pregunta, ausentándome unos
momentos de la estancia para ir a buscarla. Una vez reunidos, los cuatro
juntos, comencé a desarrollar el motivo de la asamblea, que no sabía muy bien
como iniciar; los tres me miraban expectantes, yo, no sé si por cobardía, o por
falta de palabras, les invité a una copa que ninguno aceptó. Así que, como me
dijera un amigo australiano, para desliar la lengua, me serví un whisky, que
bebí a lo John Wayne, y dije: - ¡Me caso!, (silencio), -¡Me caso!, (otro largo
silencio), - ¡Coño, que me caso ...!. Sólo pude ver que uno de los ojos de ella
me guiñaba en prueba de asentimiento; mis padres, al ver su reacción positiva,
me empezaron a bombardear con esas preguntas que siempre se hacen y que, a la
postre, no sirven para nada. Como colofón empezó a salir de su lineal boca la
melodía del "Canon de Pachelbel".
A las pocas semanas me casé con Leonor, y tuve que
trasladarme a otro domicilio un poco más grande, pero ella, en contra de la
opinión de mis padres, me acompañó y a Leonor no le importó, gracias a que
siempre me respetó por este tema.
La familia creció y creció, pero a la nueva generación no le
importaba en absoluto su presencia; a mí esposa sí, y más de una vez la
sorprendí en atenta escucha de sus secretos. Años después, me confesaría que
había sido la mejor compañía que tenía ante mí ausencia debido al trabajo.
Pero no todos somos inmortales por mucho que intentemos
llevar una vida sana y equilibrada, y, una tarde de frío invierno, cuando la
estaba oyendo atentamente, sus ojos brillantes empezaron a apagarse lenta y
pausadamente, y una luz interna dejó de iluminarla, me quedé en silencio,
paralizado. Leonor, que pasaba por delante de la estancia, al verme empezó a
gritar sin que yo la oyera, me dio un bofetón sacándome así de mí letargo. La
cogí, y corriendo escaleras abajo, llamé a un vecino especialista y conocedor
de los problemas que podía tener ella y, tras pasar a su lugar de trabajo, la
depositó en una gran mesa a modo de camilla, cogió su instrumental y con la
premura que exigía la urgencia, en unos instantes pudo decirme que había muerto
para siempre, que no tenía salvación, que órganos como la de ella eran
dificilísimos de encontrar. Una lámpara principal se había fundido y no llegaba
a entender que hubiera durado tanto, ¡cómo se hacían las cosas antes ...!.
Comprobó el vecino un sello que en su parte posterior tenía y decía:
"Contribución de Usos y Consumos, Radio Marchan, permiso nº 35 A, número
de lámparas: 4, numero de fabricación 8422,
Precio Venta al Público: 1.341'95.-Pesetas."".
Y
hoy, de nuevo en la realidad y ante su silenciosa presencia en nuestro
dormitorio, aún puedo recordar cuales fueron las últimas palabras que de su
redondeada figura emanaron, a modo de epitafio, en la voz del gran locutor, rescatado
esa tarde, sin duda, de los archivos sonoros de una emisora, Bobby Deglané: "¡Mañana
será otro día.....!.
Vega